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Saturday, February 17, 2024

El próximo mes me nivelo (Julio Ramón Ribeyro, 1969)


El próximo mes me nivelo

El próximo mes me nivelo
(no se publicó como un libro individual, 
fue publicado en 1972 como parte del 
segundo tomo de La palabra del mudo. 
Cuentos 1952-1972, tomo II.
Lima: Milla Batres Editorial, 1973, 291 págs.)




      —Allí viene Cieza —dijo Gastón señalando el fondo de la alameda Pardo.
       Alberto levantó la vista y distinguió en la penumbra de los ficus una mancha que avanzaba y que la cercanía dotó de largas extremidades, anteojos negros y un espinazo más bien encorvado.
       —¡Al fin estás acá! —exclamó Cieza antes de llegar a la banca—. Te he estado llamando toda la tarde por teléfono.
       —Quítate los anteojos —dijo Alberto sin levantarse.
       Cieza se los quitó y dejó al descubierto sus dos cejas hinchadas y los ojos envueltos en una aureola violeta.
       —Te has dejado masacrar —dijo Alberto—. ¿Tengo tiempo de ir hasta mi casa? Estos zapatos no tienen punta.
       —Creo que no —dijo Gastón—. Ya debe haber empezado el programa. Ahorita llega el cholo Gálvez.
       La gallada que estaba en la puerta de radio Miraflores se acercó. Todos abrazaron a Alberto, dieron la mano a Cieza y en grupo penetraron en la emisora. Se acomodaron en el auditorio, mirando el estrado donde una rubia postiza cantaba aires mexicanos con una voz deplorable.
       —¿Y cómo te ha ido en todo este tiempo? —le preguntó al oído el cojo Zacarías—. Hace un año que nadie te ve.
       —Trabajando —dijo Alberto—. No me iba a pasar la vida parado en las esquinas.
       El animador despachó amablemente a la rubia y el segundo aficionado en subir al escenario fue Miguel de Albarracín. Era casi un enano que hacía lo imposible por parecerse a Carlos Gardel. Apenas empezó su versión de Tus ojos se cerraron, se escuchó un bullicio en las filas altas del auditorio.
       —Allí está —dijo Gastón.
       Alberto volteó la cabeza y distinguió un rostro burlón, achinado, prieto, de gruesos labios y cabello encrespado. Lo circundaban varias cabezas hirsutas, descorbatadas, sobre contexturas dudosas y visiblemente desnutridas. Se acomodaron en la última fila, poniendo los pies en el respaldar de la fila delantera.
       Alberto regresó la vista al escenario, donde el cantante pigmeo terminaba su tango doblado, gimiendo, con una mano en el corazón y otra en el hígado. Cieza, que estaba delante suyo, volteó a su vez la cara y al distinguir al cholo Gálvez que aplaudía la volvió con presteza hacia el estrado. Alberto alargó la mano y le quitó los anteojos.
       —¡Cómo te han dejado la cara! Bueno, salgamos de una vez. Dejemos el teatro para otro día. Avísale a la gallada.
       Poniéndose de pie, subió por las gradas del auditorio buscando con la mirada el rostro achinado. Lo encontró perdido entre los otros rostros, embelesado en la milonga que atacaba Miguel de Albarracín. Quedó mirándolo fijamente, hasta que los ojos oblicuos lo distinguieron. No tuvo necesidad de hacerle ninguna seña ni de pronunciar ningún desafío. Apenas cruzó el umbral del auditorio, Gálvez y su grupo se pusieron de pie para seguirlo y detrás de ellos salió la gallada.
       Ambas pandillas se dirigieron a la acera central de la avenida Pardo, poco transitada a esa hora y umbrosa bajo la noche y la arboleda. Gálvez y su gente se acomodaron en una banca, sentados en el respaldar, con los pies en el asiento, mientras Alberto parlamentaba con Cieza.
       —Él ya sabe que vas a venir —dijo Cieza—. El sábado pasado, después de la pelea, Zacarías le dijo que había cita para hoy. Le dijo: «Espera nomás el sábado, va a venir el pibe Alberto». Y el cholo dijo: «He oído hablar de ese gallo. Me lo paso por los huevos».
       Alberto se separó de su grupo y se dirigió solo hacia la banca, donde la pandilla de Gálvez al verlo venir entonó un coro de uy y de ay desafinado. Cuando estaba sólo a unos pasos, Gálvez bajó de la banca y avanzó. Quedaron mirándose, midiéndose, reconociéndose, evaluándose, mientras las colleras, de acuerdo a una ley inmemorial de protección al compañero y de comodidad para presenciar el espectáculo, formaban dos semicírculos que se ajustaron hasta constituir un anillo perfecto.
       —¿El cholo Gálvez? —dijo Alberto.
       —El mismo, pibe. Aquí, en Surquillo y donde quieras.
       Alberto empezó a desabotonarse el saco con parsimonia y, cuando estaba a punto de quitárselo, el cholo Gálvez saltó y le aplicó el primer cabezazo que, fallando la nariz, resbaló por un pómulo y le aplastó una oreja.
       Alberto se vio sentado en el suelo, con los brazos trabados en las mangas de su saco, mientras Gálvez se mantenía de pie a su lado, entre los gritos de la gallada, que hacía comentarios y admoniciones, recordando que no valía pegar en el suelo.
       Alberto se puso de pie tranquilamente, logró al fin despojarse de su saco y se lo aventó a Cieza. Su pantalón tenía la pretina muy alta, casi a la mitad del pecho, y estaba sujeto con tirantes. Aún se hizo esperar mientras se quitaba la corbata, los gemelos de la camisa y se levantaba las mangas.
       El cholo Gálvez, bien plantado sobre sus piernas cortas y macizas, con los brazos caídos y los puños cerrados, lo esperaba. Alberto comprendió de inmediato que el estilo de su rival consistía en atraerlo a su terreno, dejarse incluso romper una ceja o aplastar un labio para poder abracarlo, quebrarlo entre sus brazos y, como decían que hizo con Cieza, enterrarlo de cabeza en un sardinel. Empezó entonces a girar de lejos en torno al cholo, el que a su vez rotaba sobre sus talones.
       Alberto tentó el momento de entrar, acometió varias veces con un pie en el aire, anunciando casi su golpe, para retroceder luego y virar rápidamente a izquierda y derecha, buscando un flanco descubierto. Gálvez se limitaba a rotar, con la guardia completamente caída, pero levantando a veces los antebrazos al mismo tiempo, acompañando su gesto de un falso quejido, femenil, obsceno.
       La táctica se prolongó largo rato, pero no en el mismo sitio, pues el círculo que los rodeaba se iba desplazando hacia un extremo de la avenida Pardo, donde había una pila sin agua.
       —¡Vamos, cholo, éntrale! —gritaron sus secuaces.
       Gálvez balanceó los hombros, hizo algunas fintas con su ancha cintura y estirando de pronto un brazo trató de coger de una pierna a Alberto, que aprovechó el momento para levantar el otro pie y darle un puntazo en el cuello. En el instante en que Gálvez se cubría, Alberto saltó y sus dos pies martillearon la cara del cholo. Insistió una tercera vez, pero a la cuarta el cholo se agachó y Alberto pasó sobre su cabeza y cayó de cuclillas detrás de él. Cuando se enderezaba, ya Gálvez había volteado y su puño cerrado le sacudía la cabeza, mientras su pierna izquierda, elevándose, rasgaba el aire buscando su pelvis. Alberto bloqueó el golpe con la rodilla y se alejó para tomar distancia, pero ya el cholo estaba lanzado y lo atenazó de la cintura. Alberto retrocedió sobre sus talones, impidiendo que el cholo pudiera asentarse y levantarlo en vilo, rompió con la espalda el círculo de mirones, siempre con Gálvez prendido de su cintura, que se esforzaba por contenerlo, trastabillaba, hasta que al fin Alberto se detuvo en seco y levantando la rodilla golpeó al cholo en la mandíbula y cuando éste aflojaba la presión de sus brazos le dio un puñetazo en la nuca y al abandonar su tenaza lo remató de una patada en el estómago.
       Gálvez cayó de culo. Parecía un poco mareado. Alberto estuvo a punto de enviarle un puntapié en la cara, pero ya la collera del cholo elevaba la voz al unísono, recordando las reglas que no se podían infringir.
       Alberto retrocedió, esperando que su rival se pusiera de pie. Le sangraba la oreja. Tuvo apenas tiempo de distinguir las gafas de Cieza y la muleta de Zacarías, pues ya Gálvez se había parado y arremetía con la cabeza gacha, entregándose casi a su castigo. Alberto no quiso perder la ocasión y lo emparó con una patada en la frente. Pero el cholo pareció no sentirla y acometió otra vez agazapado. Alberto se dio cuenta que esa pelea se convertía para él en un paseo y sacudió la cabeza del cholo con ambos pies, adornándose, encontrando una especie de placer estético en castigarlo con la punta, el empeine, la suela. Se contuvo un momento para ensayar una nueva serie, en un orden distinto, cuando vio que el cholo se aventaba al suelo y en un instante se dio cuenta que se le había metido entre las piernas. Estaba ya en los hombros de su rival, que se irguió sobre sus dos piernas y antes de que pudiera prenderse de su pelo el cholo inclinó el cuerpo y Alberto se fue de cara contra el suelo. Gálvez volvió a cogerlo, esta vez de la pretina del pantalón, y nuevamente se vio en el aire, volando sobre su cabeza.
       —¡De lejos, de lejos! —gritó Cieza.
       Pero Alberto no tenía tiempo de alejarse. Apenas caía al suelo, el cholo lo volvía a levantar en vilo y volvía a estrellarlo con una facilidad que la repetición iba perfeccionando. Alberto sólo atinaba a volverse elástico, gomoso, convertirse en un ovillo, en una esfera, cuidándose de no ofrecer en su caída ningún ángulo quebradizo.
       Fue en ese momento cuando vio surgir un objeto en el aire, la pierna de algún compañero, tal vez Cieza que entraba en la pelea, pero era sólo la muleta de Zacarías. De plano cayó sobre la clavícula de Gálvez. Éste contuvo su nueva arremetida y buscó con la mirada al agresor, que era enviado al suelo, a pesar de su cojera, por algún amigo de Gálvez, al mismo tiempo que Cieza intervenía para auxiliar al inválido y se armaba una pelea satélite en torno a la principal. Alberto logró ponerse de pie aprovechando la distracción de Gálvez, que de un puntapié mandaba rodar la muleta y arremetía nuevamente. Alberto tomó distancia, amagando con el pie a su rival para que no se acercara, cuando ya la riña periférica había concluido por acuerdo de sus contrincantes y se rehacía el anillo en torno a la pelea principal.
       La constelación siguió desplazándose, abandonó la avenida Pardo, giró hacia la derecha y empezó a remontar la avenida Espinar, rumbo al Óvalo. Pasó de la pista al jardín de la avenida Espinar, de allí a la acera central, cruzó el otro jardín, la otra pista, se estrelló contra los muros de la embajada de Brasil y rebotó hacia el centro, fraccionándose contra los ficus y las bancas de madera, para volver a la pista y allí empezar a rotar contra el muro bajo de una casa.
       Alberto sentía que sus fuerzas lo abandonaban. Tenía los codos magullados, las rodillas adoloridas y de su oreja manaba tanta sangre como de los cortes que tenía Gálvez en la frente y en los pómulos. Desde hacía rato no hacía sino girar y retroceder, alejando a su rival con un rápido puntapié o de un golpe a vuelamano, pero Gálvez iba siempre adelante, no cejaba, lo embestía con la cabeza baja y la guardia abierta. Alberto volvió a martillearlo en el pecho, en los riñones, esperando que al fin tendría que caer, que no era posible aguantar tanto golpe. Seguramente que así de duro, de pura bestia, había arrebatado al Negro Mundo y al sargento Mendoza, en Surquillo, el cetro de los matones.
       Pero ya no estaban en la avenida Espinar. Todo el sistema, al cual se había agregado una pléyade de mirones, había doblado nuevamente, esta vez por la calle Dos de Mayo, donde había una acequia fangosa y filas de moreras bordeando las aceras. Allí la pelea se volvió confusa. Alberto erró varios golpes, otros fueron a estrellarse contra los árboles, se resbaló en el borde de la acequia y se vio de pronto acorralado, sin escape, contra la puerta de un callejón. Gálvez lo había cogido de los tirantes y lo atrajo hacia sí aplicándole un cabezazo en la nariz, para abracarlo luego con sus bíceps, doblarle la cabeza por debajo de la axila y empezar a estrangularlo, mientras con la rodilla le sacudía el mentón. Alberto se sintió desamparado, perdido, y como tenía la boca hundida contra el pecho de su rival y no podía respirar ni gritar, lo mordió debajo de la tetilla. Gálvez aflojó los brazos y Alberto, viéndose libre, aprovechó para alejarse lo más que pudo dentro del anillo rehecho, viendo que tenía roto un tirante y que los pantalones se le caían. Gálvez lo insultaba, persiguiéndolo. Alberto abrió una brecha entre los espectadores y corrió hacia la esquina de Dos de Mayo y Arica, pero sin prisa, amarrándose el tirante, inspirando copiosamente el aire cálido con su nariz rota. Cieza lo alcanzó y corriendo a su lado le dijo que aguantara un poco más, que el cholo estaba hecho mierda, a punto de tirar el arpa, mientras que las dos colleras confundidas le daban caza en la esquina y volvía a configurarse el circo.
       Alberto reanudó la pelea. Pasado el límite de la fatiga, no se sentía peor ni mejor, sino simplemente distante, desdoblado y presenciaba su propio combate con atención pero sin fervor, como si lo protagonizara un delegado suyo al cual lo unían vagos intereses de familia. Los gritos y los insultos con que ahora Gálvez acompañaba sus amagos no lo arredraban ni lo encolerizaban. Simplemente los registraba y los interpretaba como recursos a los que echaba mano porque debía sentirse impotente, vencido.
       El cholo insistía en entrar en su territorio y se exponía a sus patadas, buscando la ocasión de volver a abracarlo. Alberto daba y retrocedía, y así el circo recorrió una cuadra de la calle Arica, vaciló en la esquina de la calle Piura, fue embestido y hendido por un autobús rugiente, se engrosó con los parroquianos de una pulpería y siguió su rumbo hacia la huaca Juliana.
       Alberto entró nuevamente en sí. Le pareció que hacía días que peleaba y al distinguir la rueda de mirones tuvo conciencia de que estaba cautivo, literalmente, en un círculo vicioso. Para romperlo era necesario apurar el combate, entrar al área de Gálvez, arriesgar. Estaban ya cerca de la huaca, en una calle sin pavimento, rodeada de casas nuevas, sin acera.
       Como la iluminación era allí pobre, Alberto calculó mal una de sus entradas, se impulsó más de lo debido y se encontró cara a cara con el cholo, quien, renunciando esta vez a abracarlo, lo contuvo de los hombros, lo alejó de un empellón y le envió un puntazo fulminante al ombligo. Alberto se llevó la mano al hígado, mientras sentía flaquear sus rodillas y chillar a su collera. De buena gana se hubiera dejado caer, pero observó que Gálvez, arrastrado por la violencia de su golpe, había perdido el equilibrio y se esforzaba por mantenerlo, vacilando en un pie. Dio entonces un brinco y metió la pierna allí, en el lugar que desde hacía rato perseguía, los testículos, y su zapato penetró como por un boquete bajo la pelvis. El cholo gritó esta vez, dobló el torso hacia adelante, iba ya a caer de cara o tal vez estaba ya cayendo, tocando el suelo con una mano, pero Alberto quiso ignorar ese gesto y levantando la otra pierna le planchó la nariz con la suela del zapato.
       Ya estaba Gálvez tendido, enrollado, revolcándose. Rodó por entre las piernas de sus secuaces, que saltaban para no pisarlo, y quedó al lado de un muro echado de cara. Probablemente aún era capaz de recuperarse, pero el anillo se agitó, se quebró, al escucharse unos pitazos al fondo de la calle Arica. Dos policías venían corriendo.
       Gálvez fue levantado por su pandilla y llevado rápidamente hacia un garaje de reparaciones que tenía su portón entreabierto. Alberto, mareado, vio que Cieza se le acercaba con un pañuelo y se lo ponía como un tampón en la nariz, mientras Gastón le palmeaba la nuca y el resto de la collera se apretujaba a su alrededor, extendiendo los brazos para tocarlo.
       —Al jardín —dijo Zacarías, señalando el muro bajo de una casa.
       Sus amigos lo levantaron en vilo y lo depositaron al otro lado del cerco, donde una manguera humedecía el césped. Alberto tomó agua por su pitón, se mojó la cara, la cabeza y se puso a regar tranquilamente una mata de geranios.
       La policía trató vanamente de encontrar en las pandillas trazas de peleadores, heridos, contusos, ordenó que se dispersaran y se retiró hacia la huaca.
       Alberto seguía en el jardín mojándose la cabeza, lavándose los codos magullados, cuando Gastón le pasó la voz:
       —Ya el cholo colgó el guante. Sus amigos se lo llevan.
       Alberto vio un grupo apretujado, que se retiraba penitencial, casi funerario, entre lamentaciones, hacia la pulpería de la calle Arica. Salió entonces del jardín saltando el muro y Cieza lo recibió con los brazos abiertos, mientras el cojo Zacarías le alcanzaba su saco y su corbata. El resto de la patota hablaba de festejar el triunfo con unas cervezas.
       —Sí —dijo Alberto—. Ha sido una pateadura en regla.
       Con su saco debajo del brazo se encaminó hacia el bar Montecarlo, rodeado de sus amigos, sin prestar mayor atención a sus comentarios que, parciales, exagerados, contradictorios, iban echando las bases de la leyenda.
       —Hagamos un pozo —dijo Cieza en el bar—. Todos dan, menos Alberto.
       Las botellas estaban ya en la mesa deschapadas, los vasos llenos, espumantes. Alberto se bebió uno al seco ahogando una sed inmemorial. Empezó entonces a hablar pero no de la pelea, como todos esperaban, sino de Berta.
       —Ahora caigo —dijo Gastón—. Ella es la que te ha separado de la patota. Estoy seguro que has caído en la trampa, que te casas.
       —El año entrante —dijo Alberto—. Estoy en todo ese lío de comprar muebles, pagar cuentas. Cuando hay que pagar letras, tienes que olvidarte de los amigos, trabajar y adiós los tragos, las malas noches. Eso es lo que he hecho en todo este año que no me han visto.
       —Deja eso de lado y háblanos de la pelea —dijo Zacarías—. Ésta ha sido la más brutal de todas, mejor que cuando hiciste llorar a Calato Balbuena en la bajada de los baños.
       —A Calato también le pegó el Negro Mundo —dijo Gastón.
       —Pero al Negro le pegó el sargento Mendoza.
       —Y a Mendoza, el cholo Gálvez.
       Alberto depositó su vaso sobre la mesa. La cabeza le había comenzado a dar vueltas. Haciendo un esfuerzo se puso de pie. Gastón lo tiró del brazo, no podía irse así nomás, estaban en la primera ronda.
       —Estoy fuera de forma —dijo Alberto—. Un solo vaso me ha emborrachado. Discúlpenme.
       Entre las protestas de sus amigos se dirigió hacia la puerta del bar. Cieza lo alcanzó.
       —No nos vas a dejar así. Un año que no nos vemos, la patota…
       —Cuídate más la próxima vez, Cieza; déjate de patotas y de niñerías. Ya no soy el mismo de antes. Si me van a buscar la próxima vez para estas cosas, palabra que no salgo.
       —Te acompaño.
       —No —dijo secamente Alberto, y tomó el camino de su casa, estirado, digno, haciendo sonar marcialmente sus zapatos sobre la calzada.
       Apenas dobló la esquina, fuera ya de la vista de su collera, se cogió el vientre, apoyó la cabeza en un muro y empezó a vomitar. Arcadas espasmódicas recorrían su cuerpo, mientras vaciaba su estómago sobre la vereda. Respirando con vehemencia, logró enderezarse y siguió su camino tambaleándose, por calles aberrantes y veredas falaces que se escamoteaban bajo sus pies.
       Penetró a tientas en su casa oscura. Ya su mamá se había acostado. Atravesó la sala, tropezándose con los muebles nuevos comprados a plazos y sin ánimo de entrar al baño o de pasar a la cocina, logró ubicar su dormitorio y se dejó caer vestido en la cama. Estaba sudando frío, temblaba, algo dentro de sí estaba roto, irremisiblemente fuera de uso. Estirando la mano hacia la mesa de noche buscó la jarra de agua, pero sólo halló la libretita donde hacía sus cuentas. Algo dijo su mamá desde la otra habitación, algo del horno, de la comida.
       —Sí —murmuró Alberto sin soltar la libreta—. Sí, el próximo mes me nivelo.
       Llevándose la mano al hígado, abrió la boca sedienta, hundió la cabeza en la almohada y se escupió por entero, esta vez sí, definitivamente, escupió su persona, sus proezas, su pelea, la postrera, perdida.


(París, 1969)

Monday, April 15, 2013

Receta de Julio Ramon Ribeyro en 10 pasos








DIEZ PASOS
I. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo.
II. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real, debe parecer inventada y si es inventada, real.
III. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.
IV. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no existe como cuento.
V. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin ornamentos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.
VI. El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.
VII. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, informe, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.
VIII. El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.
IX. En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.
X. El cuento debe conducir necesaria e inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado

Tuesday, June 26, 2007

Los gallinazos sin Plumas

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.

A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:

– ¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!

Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.

¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.

Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.

Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.

Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesa los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.

Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.

Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.

Don Santos los esperaba con el café preparado.

–A ver, ¿qué cosa me han traído?

Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:

– Pascual tendrá banquete hoy día.

Pero la mayoría de las veces estallaba:

– ¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!

Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.

– ¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.

– Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.

Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.

– ¡Bravo! – exclamó don Santos –. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.

Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir ]a pista de la preciosa suciedad.

Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio e había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero Don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.

– Dentro de veinte o treinta días vendré por acá – decía el hombre –. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.

Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.

– ¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.

A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.

– Tiene una herida en el pie – explicó Enrique –. Ayer se cortó con un vidrio.

Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.

– ¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.

– ¡Pero si le duele! – intervino Enrique –. No puede caminar bien.

Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.

– y ¿a mí? – preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo –. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo... ¡Hay que dejarse de mañas!

Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.

– ¡No podía más! – dijo Enrique al abuelo –. Efraín está medio cojo.

Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.

– Bien, bien – dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto –. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!

Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.

– Lo encontré en el muladar – explicó Enrique – y me ha venido siguiendo.

Don Santos cogió la vara.

– ¡Una boca más en el corralón!

Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.

– ¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.

Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.

– ¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!

Enrique abrió la puerta de la calle.

– Si se va él, me voy yo también.

El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:

– No come casi nada..., mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.

Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.

Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.

– ¡Pascual, Pascual... Pascualito! – cantaba el abuelo,

– Tú te llamarás Pedro – dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.

Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.

– Te he traído este regalo, mira – dijo mostrando al perro –. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.

¿Y el abuelo? – preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.

– El abuelo no dice nada – suspiró Enrique.

Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:

– ¡Pascual, Pascual... Pascualito!

Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.

– ¡Mugre, nada más que mugre! – repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.

A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.

Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.

– y Tú también? – preguntó el abuelo.

Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.

– ¡Está muy mal engañarme de esta manera! – plañía –. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!

Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.

– ¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá, comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!

A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.

¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!

Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.

– ¿Si se muere de hambre – gritaba – será por culpa de ustedes!

Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.

Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.

La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:

¡Arriba, arriba, arriba! – los golpes comenzaron a llover –. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!...

Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.

– ¡A Efraín no! ¡El no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!

El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.

– Ahora mismo... al muladar... lleva los dos cubos, cuatro cubos...

Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.

– Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.

Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.

Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.

– ¡Aquí están los cubos!

Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:

– Pedro... Pedro...

– ¿Qué pasa?

– Pedro ha mordido al abuelo... el abuelo cogió la vara... después lo sentí aullar.

Enrique salió del cuarto.

– ¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?

Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.

– ¿Dónde está Pedro?

Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.

– ¡No! – gritó Enrique tapándose los ojos –. ¡No, no! – y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.

– ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?

El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.

– ¡Voltea! – gritó – ¡Voltea!

Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.

– ¡Toma! – chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.

Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.

¡A mí, Enrique, a mí!...

– ¡Pronto! – exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano –¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!

– ¿Adónde? – preguntó Efraín.

– ¡Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!

– ¡No me puedo parar!

Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.

Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla

Julio Ramón Ribeyro
(1929 - 1994)

El próximo mes me nivelo (Julio Ramón Ribeyro, 1969)

El próximo mes me nivelo El próximo mes me nivelo (no se publicó como un libro individual,  fue publicado en 1972  como parte del  segundo t...