El próximo mes me nivelo
—Allí viene Cieza —dijo Gastón señalando el fondo de la alameda Pardo.
Alberto levantó la vista y distinguió en la penumbra de los ficus una mancha que avanzaba y que la cercanía dotó de largas extremidades, anteojos negros y un espinazo más bien encorvado.
—¡Al fin estás acá! —exclamó Cieza antes de llegar a la banca—. Te he estado llamando toda la tarde por teléfono.
—Quítate los anteojos —dijo Alberto sin levantarse.
Cieza se los quitó y dejó al descubierto sus dos cejas hinchadas y los ojos envueltos en una aureola violeta.
—Te has dejado masacrar —dijo Alberto—. ¿Tengo tiempo de ir hasta mi casa? Estos zapatos no tienen punta.
—Creo que no —dijo Gastón—. Ya debe haber empezado el programa. Ahorita llega el cholo Gálvez.
La gallada que estaba en la puerta de radio Miraflores se acercó. Todos abrazaron a Alberto, dieron la mano a Cieza y en grupo penetraron en la emisora. Se acomodaron en el auditorio, mirando el estrado donde una rubia postiza cantaba aires mexicanos con una voz deplorable.
—¿Y cómo te ha ido en todo este tiempo? —le preguntó al oído el cojo Zacarías—. Hace un año que nadie te ve.
—Trabajando —dijo Alberto—. No me iba a pasar la vida parado en las esquinas.
El animador despachó amablemente a la rubia y el segundo aficionado en subir al escenario fue Miguel de Albarracín. Era casi un enano que hacía lo imposible por parecerse a Carlos Gardel. Apenas empezó su versión de Tus ojos se cerraron, se escuchó un bullicio en las filas altas del auditorio.
—Allí está —dijo Gastón.
Alberto volteó la cabeza y distinguió un rostro burlón, achinado, prieto, de gruesos labios y cabello encrespado. Lo circundaban varias cabezas hirsutas, descorbatadas, sobre contexturas dudosas y visiblemente desnutridas. Se acomodaron en la última fila, poniendo los pies en el respaldar de la fila delantera.
Alberto regresó la vista al escenario, donde el cantante pigmeo terminaba su tango doblado, gimiendo, con una mano en el corazón y otra en el hígado. Cieza, que estaba delante suyo, volteó a su vez la cara y al distinguir al cholo Gálvez que aplaudía la volvió con presteza hacia el estrado. Alberto alargó la mano y le quitó los anteojos.
—¡Cómo te han dejado la cara! Bueno, salgamos de una vez. Dejemos el teatro para otro día. Avísale a la gallada.
Poniéndose de pie, subió por las gradas del auditorio buscando con la mirada el rostro achinado. Lo encontró perdido entre los otros rostros, embelesado en la milonga que atacaba Miguel de Albarracín. Quedó mirándolo fijamente, hasta que los ojos oblicuos lo distinguieron. No tuvo necesidad de hacerle ninguna seña ni de pronunciar ningún desafío. Apenas cruzó el umbral del auditorio, Gálvez y su grupo se pusieron de pie para seguirlo y detrás de ellos salió la gallada.
Ambas pandillas se dirigieron a la acera central de la avenida Pardo, poco transitada a esa hora y umbrosa bajo la noche y la arboleda. Gálvez y su gente se acomodaron en una banca, sentados en el respaldar, con los pies en el asiento, mientras Alberto parlamentaba con Cieza.
—Él ya sabe que vas a venir —dijo Cieza—. El sábado pasado, después de la pelea, Zacarías le dijo que había cita para hoy. Le dijo: «Espera nomás el sábado, va a venir el pibe Alberto». Y el cholo dijo: «He oído hablar de ese gallo. Me lo paso por los huevos».
Alberto se separó de su grupo y se dirigió solo hacia la banca, donde la pandilla de Gálvez al verlo venir entonó un coro de uy y de ay desafinado. Cuando estaba sólo a unos pasos, Gálvez bajó de la banca y avanzó. Quedaron mirándose, midiéndose, reconociéndose, evaluándose, mientras las colleras, de acuerdo a una ley inmemorial de protección al compañero y de comodidad para presenciar el espectáculo, formaban dos semicírculos que se ajustaron hasta constituir un anillo perfecto.
—¿El cholo Gálvez? —dijo Alberto.
—El mismo, pibe. Aquí, en Surquillo y donde quieras.
Alberto empezó a desabotonarse el saco con parsimonia y, cuando estaba a punto de quitárselo, el cholo Gálvez saltó y le aplicó el primer cabezazo que, fallando la nariz, resbaló por un pómulo y le aplastó una oreja.
Alberto se vio sentado en el suelo, con los brazos trabados en las mangas de su saco, mientras Gálvez se mantenía de pie a su lado, entre los gritos de la gallada, que hacía comentarios y admoniciones, recordando que no valía pegar en el suelo.
Alberto se puso de pie tranquilamente, logró al fin despojarse de su saco y se lo aventó a Cieza. Su pantalón tenía la pretina muy alta, casi a la mitad del pecho, y estaba sujeto con tirantes. Aún se hizo esperar mientras se quitaba la corbata, los gemelos de la camisa y se levantaba las mangas.
El cholo Gálvez, bien plantado sobre sus piernas cortas y macizas, con los brazos caídos y los puños cerrados, lo esperaba. Alberto comprendió de inmediato que el estilo de su rival consistía en atraerlo a su terreno, dejarse incluso romper una ceja o aplastar un labio para poder abracarlo, quebrarlo entre sus brazos y, como decían que hizo con Cieza, enterrarlo de cabeza en un sardinel. Empezó entonces a girar de lejos en torno al cholo, el que a su vez rotaba sobre sus talones.
Alberto tentó el momento de entrar, acometió varias veces con un pie en el aire, anunciando casi su golpe, para retroceder luego y virar rápidamente a izquierda y derecha, buscando un flanco descubierto. Gálvez se limitaba a rotar, con la guardia completamente caída, pero levantando a veces los antebrazos al mismo tiempo, acompañando su gesto de un falso quejido, femenil, obsceno.
La táctica se prolongó largo rato, pero no en el mismo sitio, pues el círculo que los rodeaba se iba desplazando hacia un extremo de la avenida Pardo, donde había una pila sin agua.
—¡Vamos, cholo, éntrale! —gritaron sus secuaces.
Gálvez balanceó los hombros, hizo algunas fintas con su ancha cintura y estirando de pronto un brazo trató de coger de una pierna a Alberto, que aprovechó el momento para levantar el otro pie y darle un puntazo en el cuello. En el instante en que Gálvez se cubría, Alberto saltó y sus dos pies martillearon la cara del cholo. Insistió una tercera vez, pero a la cuarta el cholo se agachó y Alberto pasó sobre su cabeza y cayó de cuclillas detrás de él. Cuando se enderezaba, ya Gálvez había volteado y su puño cerrado le sacudía la cabeza, mientras su pierna izquierda, elevándose, rasgaba el aire buscando su pelvis. Alberto bloqueó el golpe con la rodilla y se alejó para tomar distancia, pero ya el cholo estaba lanzado y lo atenazó de la cintura. Alberto retrocedió sobre sus talones, impidiendo que el cholo pudiera asentarse y levantarlo en vilo, rompió con la espalda el círculo de mirones, siempre con Gálvez prendido de su cintura, que se esforzaba por contenerlo, trastabillaba, hasta que al fin Alberto se detuvo en seco y levantando la rodilla golpeó al cholo en la mandíbula y cuando éste aflojaba la presión de sus brazos le dio un puñetazo en la nuca y al abandonar su tenaza lo remató de una patada en el estómago.
Gálvez cayó de culo. Parecía un poco mareado. Alberto estuvo a punto de enviarle un puntapié en la cara, pero ya la collera del cholo elevaba la voz al unísono, recordando las reglas que no se podían infringir.
Alberto retrocedió, esperando que su rival se pusiera de pie. Le sangraba la oreja. Tuvo apenas tiempo de distinguir las gafas de Cieza y la muleta de Zacarías, pues ya Gálvez se había parado y arremetía con la cabeza gacha, entregándose casi a su castigo. Alberto no quiso perder la ocasión y lo emparó con una patada en la frente. Pero el cholo pareció no sentirla y acometió otra vez agazapado. Alberto se dio cuenta que esa pelea se convertía para él en un paseo y sacudió la cabeza del cholo con ambos pies, adornándose, encontrando una especie de placer estético en castigarlo con la punta, el empeine, la suela. Se contuvo un momento para ensayar una nueva serie, en un orden distinto, cuando vio que el cholo se aventaba al suelo y en un instante se dio cuenta que se le había metido entre las piernas. Estaba ya en los hombros de su rival, que se irguió sobre sus dos piernas y antes de que pudiera prenderse de su pelo el cholo inclinó el cuerpo y Alberto se fue de cara contra el suelo. Gálvez volvió a cogerlo, esta vez de la pretina del pantalón, y nuevamente se vio en el aire, volando sobre su cabeza.
—¡De lejos, de lejos! —gritó Cieza.
Pero Alberto no tenía tiempo de alejarse. Apenas caía al suelo, el cholo lo volvía a levantar en vilo y volvía a estrellarlo con una facilidad que la repetición iba perfeccionando. Alberto sólo atinaba a volverse elástico, gomoso, convertirse en un ovillo, en una esfera, cuidándose de no ofrecer en su caída ningún ángulo quebradizo.
Fue en ese momento cuando vio surgir un objeto en el aire, la pierna de algún compañero, tal vez Cieza que entraba en la pelea, pero era sólo la muleta de Zacarías. De plano cayó sobre la clavícula de Gálvez. Éste contuvo su nueva arremetida y buscó con la mirada al agresor, que era enviado al suelo, a pesar de su cojera, por algún amigo de Gálvez, al mismo tiempo que Cieza intervenía para auxiliar al inválido y se armaba una pelea satélite en torno a la principal. Alberto logró ponerse de pie aprovechando la distracción de Gálvez, que de un puntapié mandaba rodar la muleta y arremetía nuevamente. Alberto tomó distancia, amagando con el pie a su rival para que no se acercara, cuando ya la riña periférica había concluido por acuerdo de sus contrincantes y se rehacía el anillo en torno a la pelea principal.
La constelación siguió desplazándose, abandonó la avenida Pardo, giró hacia la derecha y empezó a remontar la avenida Espinar, rumbo al Óvalo. Pasó de la pista al jardín de la avenida Espinar, de allí a la acera central, cruzó el otro jardín, la otra pista, se estrelló contra los muros de la embajada de Brasil y rebotó hacia el centro, fraccionándose contra los ficus y las bancas de madera, para volver a la pista y allí empezar a rotar contra el muro bajo de una casa.
Alberto sentía que sus fuerzas lo abandonaban. Tenía los codos magullados, las rodillas adoloridas y de su oreja manaba tanta sangre como de los cortes que tenía Gálvez en la frente y en los pómulos. Desde hacía rato no hacía sino girar y retroceder, alejando a su rival con un rápido puntapié o de un golpe a vuelamano, pero Gálvez iba siempre adelante, no cejaba, lo embestía con la cabeza baja y la guardia abierta. Alberto volvió a martillearlo en el pecho, en los riñones, esperando que al fin tendría que caer, que no era posible aguantar tanto golpe. Seguramente que así de duro, de pura bestia, había arrebatado al Negro Mundo y al sargento Mendoza, en Surquillo, el cetro de los matones.
Pero ya no estaban en la avenida Espinar. Todo el sistema, al cual se había agregado una pléyade de mirones, había doblado nuevamente, esta vez por la calle Dos de Mayo, donde había una acequia fangosa y filas de moreras bordeando las aceras. Allí la pelea se volvió confusa. Alberto erró varios golpes, otros fueron a estrellarse contra los árboles, se resbaló en el borde de la acequia y se vio de pronto acorralado, sin escape, contra la puerta de un callejón. Gálvez lo había cogido de los tirantes y lo atrajo hacia sí aplicándole un cabezazo en la nariz, para abracarlo luego con sus bíceps, doblarle la cabeza por debajo de la axila y empezar a estrangularlo, mientras con la rodilla le sacudía el mentón. Alberto se sintió desamparado, perdido, y como tenía la boca hundida contra el pecho de su rival y no podía respirar ni gritar, lo mordió debajo de la tetilla. Gálvez aflojó los brazos y Alberto, viéndose libre, aprovechó para alejarse lo más que pudo dentro del anillo rehecho, viendo que tenía roto un tirante y que los pantalones se le caían. Gálvez lo insultaba, persiguiéndolo. Alberto abrió una brecha entre los espectadores y corrió hacia la esquina de Dos de Mayo y Arica, pero sin prisa, amarrándose el tirante, inspirando copiosamente el aire cálido con su nariz rota. Cieza lo alcanzó y corriendo a su lado le dijo que aguantara un poco más, que el cholo estaba hecho mierda, a punto de tirar el arpa, mientras que las dos colleras confundidas le daban caza en la esquina y volvía a configurarse el circo.
Alberto reanudó la pelea. Pasado el límite de la fatiga, no se sentía peor ni mejor, sino simplemente distante, desdoblado y presenciaba su propio combate con atención pero sin fervor, como si lo protagonizara un delegado suyo al cual lo unían vagos intereses de familia. Los gritos y los insultos con que ahora Gálvez acompañaba sus amagos no lo arredraban ni lo encolerizaban. Simplemente los registraba y los interpretaba como recursos a los que echaba mano porque debía sentirse impotente, vencido.
El cholo insistía en entrar en su territorio y se exponía a sus patadas, buscando la ocasión de volver a abracarlo. Alberto daba y retrocedía, y así el circo recorrió una cuadra de la calle Arica, vaciló en la esquina de la calle Piura, fue embestido y hendido por un autobús rugiente, se engrosó con los parroquianos de una pulpería y siguió su rumbo hacia la huaca Juliana.
Alberto entró nuevamente en sí. Le pareció que hacía días que peleaba y al distinguir la rueda de mirones tuvo conciencia de que estaba cautivo, literalmente, en un círculo vicioso. Para romperlo era necesario apurar el combate, entrar al área de Gálvez, arriesgar. Estaban ya cerca de la huaca, en una calle sin pavimento, rodeada de casas nuevas, sin acera.
Como la iluminación era allí pobre, Alberto calculó mal una de sus entradas, se impulsó más de lo debido y se encontró cara a cara con el cholo, quien, renunciando esta vez a abracarlo, lo contuvo de los hombros, lo alejó de un empellón y le envió un puntazo fulminante al ombligo. Alberto se llevó la mano al hígado, mientras sentía flaquear sus rodillas y chillar a su collera. De buena gana se hubiera dejado caer, pero observó que Gálvez, arrastrado por la violencia de su golpe, había perdido el equilibrio y se esforzaba por mantenerlo, vacilando en un pie. Dio entonces un brinco y metió la pierna allí, en el lugar que desde hacía rato perseguía, los testículos, y su zapato penetró como por un boquete bajo la pelvis. El cholo gritó esta vez, dobló el torso hacia adelante, iba ya a caer de cara o tal vez estaba ya cayendo, tocando el suelo con una mano, pero Alberto quiso ignorar ese gesto y levantando la otra pierna le planchó la nariz con la suela del zapato.
Ya estaba Gálvez tendido, enrollado, revolcándose. Rodó por entre las piernas de sus secuaces, que saltaban para no pisarlo, y quedó al lado de un muro echado de cara. Probablemente aún era capaz de recuperarse, pero el anillo se agitó, se quebró, al escucharse unos pitazos al fondo de la calle Arica. Dos policías venían corriendo.
Gálvez fue levantado por su pandilla y llevado rápidamente hacia un garaje de reparaciones que tenía su portón entreabierto. Alberto, mareado, vio que Cieza se le acercaba con un pañuelo y se lo ponía como un tampón en la nariz, mientras Gastón le palmeaba la nuca y el resto de la collera se apretujaba a su alrededor, extendiendo los brazos para tocarlo.
—Al jardín —dijo Zacarías, señalando el muro bajo de una casa.
Sus amigos lo levantaron en vilo y lo depositaron al otro lado del cerco, donde una manguera humedecía el césped. Alberto tomó agua por su pitón, se mojó la cara, la cabeza y se puso a regar tranquilamente una mata de geranios.
La policía trató vanamente de encontrar en las pandillas trazas de peleadores, heridos, contusos, ordenó que se dispersaran y se retiró hacia la huaca.
Alberto seguía en el jardín mojándose la cabeza, lavándose los codos magullados, cuando Gastón le pasó la voz:
—Ya el cholo colgó el guante. Sus amigos se lo llevan.
Alberto vio un grupo apretujado, que se retiraba penitencial, casi funerario, entre lamentaciones, hacia la pulpería de la calle Arica. Salió entonces del jardín saltando el muro y Cieza lo recibió con los brazos abiertos, mientras el cojo Zacarías le alcanzaba su saco y su corbata. El resto de la patota hablaba de festejar el triunfo con unas cervezas.
—Sí —dijo Alberto—. Ha sido una pateadura en regla.
Con su saco debajo del brazo se encaminó hacia el bar Montecarlo, rodeado de sus amigos, sin prestar mayor atención a sus comentarios que, parciales, exagerados, contradictorios, iban echando las bases de la leyenda.
—Hagamos un pozo —dijo Cieza en el bar—. Todos dan, menos Alberto.
Las botellas estaban ya en la mesa deschapadas, los vasos llenos, espumantes. Alberto se bebió uno al seco ahogando una sed inmemorial. Empezó entonces a hablar pero no de la pelea, como todos esperaban, sino de Berta.
—Ahora caigo —dijo Gastón—. Ella es la que te ha separado de la patota. Estoy seguro que has caído en la trampa, que te casas.
—El año entrante —dijo Alberto—. Estoy en todo ese lío de comprar muebles, pagar cuentas. Cuando hay que pagar letras, tienes que olvidarte de los amigos, trabajar y adiós los tragos, las malas noches. Eso es lo que he hecho en todo este año que no me han visto.
—Deja eso de lado y háblanos de la pelea —dijo Zacarías—. Ésta ha sido la más brutal de todas, mejor que cuando hiciste llorar a Calato Balbuena en la bajada de los baños.
—A Calato también le pegó el Negro Mundo —dijo Gastón.
—Pero al Negro le pegó el sargento Mendoza.
—Y a Mendoza, el cholo Gálvez.
Alberto depositó su vaso sobre la mesa. La cabeza le había comenzado a dar vueltas. Haciendo un esfuerzo se puso de pie. Gastón lo tiró del brazo, no podía irse así nomás, estaban en la primera ronda.
—Estoy fuera de forma —dijo Alberto—. Un solo vaso me ha emborrachado. Discúlpenme.
Entre las protestas de sus amigos se dirigió hacia la puerta del bar. Cieza lo alcanzó.
—No nos vas a dejar así. Un año que no nos vemos, la patota…
—Cuídate más la próxima vez, Cieza; déjate de patotas y de niñerías. Ya no soy el mismo de antes. Si me van a buscar la próxima vez para estas cosas, palabra que no salgo.
—Te acompaño.
—No —dijo secamente Alberto, y tomó el camino de su casa, estirado, digno, haciendo sonar marcialmente sus zapatos sobre la calzada.
Apenas dobló la esquina, fuera ya de la vista de su collera, se cogió el vientre, apoyó la cabeza en un muro y empezó a vomitar. Arcadas espasmódicas recorrían su cuerpo, mientras vaciaba su estómago sobre la vereda. Respirando con vehemencia, logró enderezarse y siguió su camino tambaleándose, por calles aberrantes y veredas falaces que se escamoteaban bajo sus pies.
Penetró a tientas en su casa oscura. Ya su mamá se había acostado. Atravesó la sala, tropezándose con los muebles nuevos comprados a plazos y sin ánimo de entrar al baño o de pasar a la cocina, logró ubicar su dormitorio y se dejó caer vestido en la cama. Estaba sudando frío, temblaba, algo dentro de sí estaba roto, irremisiblemente fuera de uso. Estirando la mano hacia la mesa de noche buscó la jarra de agua, pero sólo halló la libretita donde hacía sus cuentas. Algo dijo su mamá desde la otra habitación, algo del horno, de la comida.
—Sí —murmuró Alberto sin soltar la libreta—. Sí, el próximo mes me nivelo.
Llevándose la mano al hígado, abrió la boca sedienta, hundió la cabeza en la almohada y se escupió por entero, esta vez sí, definitivamente, escupió su persona, sus proezas, su pelea, la postrera, perdida.
(París, 1969)